Pocas cuestiones despiertan tanta unanimidad y orgullo entre los españoles como nuestro sistema de doble apellido, paterno y materno. A diferencia de tantos otros países, en los que la mujer al casar debe renunciar a su apellido para sí e incluso para sus hijos, en España consideramos que lo natural es identificarnos con los dos apellidos, los cuales nos vinculan explícitamente con las respectivas familias por ambas ramas, consideradas iguales y representadas así de forma equivalente. Podrá haber surgido el reciente debate sobre el orden que deben seguir, pero lo esencial continúa siendo que este sistema aporta un reconocimiento de la herencia materna que nos diferencia y distingue.
Es más, reconozcamos que hemos interiorizado plenamente la percepción de que todos nosotros poseemos un nombre o nombres de pila y dos apellidos, ni uno más ni uno menos. Apellidos que automáticamente se imponen al nacer y que deberán acompañarnos el resto de nuestra vida, salvo que solicitemos una alteración ante las instancias del Estado, que es quien consideramos que naturalmente debe velar porque el sistema se aplique de forma rigurosa. Veamos cómo surgió esta fórmula, que comenzó siendo un uso en algunas zonas del país para llegar a extenderse y acabar transformándose en una rígida norma al servicio de la identificación y control de los ciudadanos en el siglo XIX.
Leer mas en: http://www.genealogiahispana.com/
Por: Antonio Alfaro de Prado